jueves, 8 de marzo de 2012

Ojos de la noche

Él era alto, su piel suave y blanca como el más puro algodón, y ese olor a bosque de verdes pinos; su rostro, cubierto por el abundante pelo brillante como la seda, y sus ojos de ébano puro iluminaban con tal intensidad el espacio en el que se encontraba, que hacían parecer a las luces de la calle débiles llamas que se extingüían en la noche de ese viernes.

Eran las diez de la noche. El cielo estaba oscuro como sus ojos, pero no había muchos indicios de lluvia; ella se encontraba en la entrada de EL MURO, el bar que solía visitar con sus amigas. Lo observaba con detenimiento, mientras alguna de ellas le indicaba que fueran entrando; pero una voz grave y encantadora la sacó de su hipnotismo. Era él, le estiraba su mano mientras pronunciaba su nombre; en ese instante todo lo que le rodeaba desapareció y sintió como si sólo estuvieran los dos en medio de la nada destinados para crear el universo. Adentro en el bar todo era diferente, era el infierno de fiesta; después de la media noche no había cómo caminar en el local; mucha gente con vestimentas extrañas, humor, olor a cigarrillo y el exceso de licor hacían de las suyas con la voluntad de los presentes; pero ella seguía con la mirada fija en esos ojos color ébano; se sentía hechizada, en su interior se comenzaba a formar un mundo de misterio y de encanto, en el que los dioses eran ese par de ojos negros.

En el infierno ella bailaba y charlaba plácidamente pero sin dejar de contemplarlo; hasta que se dio cuenta de que él ya no se encontraba allí.

Después de beber un trago de su vaso se le antojó salir en su búsqueda; lo halló sólo en medio de la oscuridad. Se acercó con un poco de cautela y comenzaron a hablar; pero mientras hablaban él le dió un apasionado beso.  Se produjo una tormenta; en ella se aferraba con gran pasión a sus carnosos labios; después de un instante todo volvió a la calma. Pero esa calma no duró mucho, porque después de pasar el resto de noche juntos él se marchó para siempre, y desde entonces las luces de esa calle y su alma no han vuelto a brillar con intensidad, porque sus ojos de ébano  la enamoraron.   

La noche de las cabañas


Lina, de su casa a la cabaña 3A

Eran más de las nueve de la noche cuando Marcos la recogió. Lina había decidido con su novio Marcos que ese viernes irían a pasar la noche en un motel. Se arregló como cualquier otro fin de semana, con un vestido corto, pero sólo cuando terminó se dio cuenta que no había quedado igual que siempre, se había arreglado más que de costumbre. Ella quería estar bonita para que Marcos no notara que estaba nerviosa, al fin y al cabo era la primera vez que ella visitaba un lugar de esos que sus amigas siempre le describían con una gran bañera, jacuzzi y cama extra doble.

El taxista los condujo por la loma después de que marcos le indicara que debía voltear a mano derecha en el semáforo frente a Monterrey. Lina estaba volteada con su cabello en la cara sin mirar a su novio porque se sentía sonrojar, al llegar a la casona que estaba en  medio de la propiedad se dio cuenta que alguien desde afuera la miraba, era un hombre que hablaba con Marcos mientras le entregaba unas llaves.

Lina no quería que nadie la viera por eso no moduló ni se retiró el cabello del rostro. En los últimos metros del recorrido se fijaba en cuál de todas esas cabañas sería la suya hasta que el taxi se detuvo en una pequeña y alejada cabaña que llevaba el 3A, cogió las llaves de las manos de Marcos y bajó con prisa del taxi mientras su novio cancelaba la carrera.

Adentro todo cambió, su rostro dejo la timidez y sus ojos se llenaron de color, se quitó las sandalias, los aretes, los anillos y mientras marcos la observaba  tomándose un trago, comenzó a desnudarse sin mucho afán al tiempo en que le indicaba a éste que también hiciera lo mismo para que la hiciera suya esa noche. Pasaron tres horas en los que el sudor, los besos, los tragos se mezclaban con las luces y el sonido del ventilador, fueron tres horas en las que Lina y Marcos pasaron de la bañera a la cama, bailando desnudos al compás de la música que les tocaba la grabadora empotrada en la pared, esa noche no hubo rock, ni vallenatos solo gemidos y mordiscos de placer que dejaban a un lado el cabello bien cepillado para volverlo añicos. Pero esa madrugada al llegar a su casa, se daría cuenta que de nada le sirvió la hora que pasó frente al espejo porque esa noche había regresado a su casa con el cabello mojado, el rimel desfigurando sus ojos y los zapatos en la mano junto a su cartera.  

Los gritos se confundían con el placer

Una noche de tantas, en el turno de diez de la noche a seis de la mañana, aparentemente todo marchaba en calma para Gustavo, el administrador del motel cuando fue sacado de su letargo por unos gritos que provenían de la cabaña número 15; a él no le parecieron extraños pues muchas veces había oído gritar a algunas mujeres mientras sus hombres las satisfacían en la cama. Gustavo no le dio mucha importancia a los gritos y continuó recibiendo las llamadas de las parejas que solicitaban la cuenta, otro trago o un taxi para marcharse.

Sin ningún afán él asignaba a los trabajadores las cabañas que debían asear o llevar los productos pues todavía faltaban unas cuantas horas para poder marcharse pero, los nuevos gritos lo sacaron de su trabajo. Se paró de la silla, caminó hacia la puerta y aguzó el oído. Sí allí mismo en una de las cabañas cercanas a la casona, de la cabaña 16 provenían los gritos de una mujer que estaba siendo violada por sus acompañantes. Gustavo, sin pensarlo dos veces dio vuelta y llamó a la policía del barrio Manila, la que no demoró mucho en capturar a los violadores de la joven que había sido seriamente lastimada.

Gustavo y sus compañeros de turno ya no se sonríen al escuchar en las noches los gemidos y gritos de prostitutas o jovencitas que van a las Cabañas, ahora permanecen atentos para que no vuelva a ocurrir un suceso como el de aquella noche pues comprenden que no todas las mujeres que los visitan gritan de placer sino también, para pedir ayuda.

viernes, 2 de marzo de 2012

GAFITAS O EL CUIDADOR DE LA BOTA



S
iempre que pasás o te quedás un rato en la Bota del Día, ese mall bullicioso de Envigado, lo ves de un lado para otro y hasta se te hace parecido a muchos hombres que eligen por oficio el cuidar los carros de quienes rumbean en nuestra ciudad.  No le molestan los apodos, incluso le divierten, muchos lo llaman Leonel, el escamoso o gafitas, pero lo que pocos clientes constantes, jóvenes y no tan jóvenes que llegan a tomar una cerveza en alguna de las licoreras del lugar, a comer y a ver niñas lindas y con poca ropa, de la Bota del Día saben  es que se llama Carlos Humberto Peláez Molina.

Carlos, es un hombre de treinta y nueve años, piel blanca, un tanto robusto,  de abundante cabellera negra y ondulada, y gafas de gruesos lentes a los que les debe de alguna forma su apodo de pila Gafitas; que todas las noches frías o calurosas desde hace cinco años se le puede ver trabajando muy enérgico en medio de los carros, los jóvenes y la música que se oye a fuerte volumen en cada una de las licoreras del lugar, con su dulceabrigo rojo al hombro, un pequeño pito negro de esos que en alguna época de su vida fue usado para pitar algún cotejito de fútbol o un partido de básquet, con el que le avisa a alguno de los visitantes de las licoreras que ¡por favor mueva el carro que el de adelante va a salir! y un chaleco reflector un tanto descolorido por el paso del tiempo pero que aún le sirve para que los conductores lo distingan en el pequeño parqueadero o en la calle cuando sale para guiar alguno de los carros que abandonan el lugar para darle paso a otro nuevo visitante de la Bota.

Gafitas, tiene dos hijos con Ana María Otálvaro, Juan Carlos de catorce años y Sebastián de doce, y tiene la fortuna o la desdicha de vivir en dos casas “Cuando me va bien  me voy para la casa de los niños, vivo con los suegros en  la Loma de los Parras, en el Poblado; y cuando el trabajo es suave, que no aguanta pagar taxi me quedo en la casa de mi papá aquí mismo en Envigado, aquí a las dos cuadras y media del mall.

Si siempre lo ves y lo saludás podés ver en sus ojos y en sus historias que es una persona llena de ilusiones y con ganas de superarse – es esa superación la que le inculca a sus ayudantes, dos pequeños niños que lo ven como su patrón pero a la vez como un papá – Gafitas es de  esas personas que podríamos llamar todo terreno, que le llama la atención la mecánica automotriz, que le gustan las cometas  - en la casa de su papá tiene un taller de éstas –que ha participado en festivales con ellas en tiempos buenos como Enero y Agosto; que le gustaría terminar su bachillerato y estudiar mecánica automotriz  pero que, más que nada le gusta la plata, pero ¡la plata bien ganada! por eso trabaja desde chiquito;  aunque por esas cosas de la vida después de trabajar en el Supermercado el Baratillo, en Gases de Antioquia, en el Éxito por catorce temporadas y en Susaeta, como archivador de montajes, vino a dar aquí, a la Bota donde todos rumbean mientras él  trabaja con gran dedicación porque si  sos cliente asiduo de la Bota, te va a distinguir y cuando no llevés tu carro te va a preguntar ¿dónde dejó el carrito hoy? ¡Como a mí! y te vas a dar cuenta que con eso se ganó tu corazón (al menos el de las mujeres) porque sabés que no sos uno más de los que llega  y se va, que Gafitas siempre va a estar pendiente de vos y de lo que necesites así sea el huequito pa´ meter el carro.  .

Bombay... de la Bomba al Bar


Hasta hace algunos años Bombay, esa pequeña cantina donde solían sentarse los abuelos a tomarse sus aguardienticos desde temprano en la mañana, era esa casa de bareque pintada de blanco, con poca iluminación adentro y con su isla de gasolina afuera, ésa que sólo  recuerdan algunos habitantes de Sabaneta. Y es que esa cantina ya no es la de antaño.

Con  el pasar del tiempo y la modernización del pequeño pueblo sus dueños la familia Montoya decidieron meterle  la mano para estar a tono con las demás fondas y cantinas de Sabaneta, visitadas por jóvenes y viejos del valle de Aburrá, ahora la esquina que recibe a propios y extraños tiene un color terracota en su fachada, grandes lámparas de hierro forjado iluminan el pequeño espacio y han cambiado sus viejas sillas naranjas de plástico por fuertes sillas de madera bien embetunada que apenas empiezan su vida de farras y borrachos.

Quienes son jóvenes en esta época no recordarán al indio, un hombre pequeño de mirada oscura como su cabello, que día y noche se la pasaba con un tinto y un cigarrillo jugando en las tragamonedas en el corredor de la cantina  y desconocerán por completo el interior oscuro en el que una radiola sonaba bulliciosa las canciones de Helenita Vargas y las Hermanitas Calle porque cuando entran a Bombay  esas mismas melodías y otras canciones de despecho las cantan a todo pulmón los enormes parlantes de un computador.

Bombay está sola en su esquina luchando por no seguir siendo cambiada como las demás casas coloniales de Sabaneta en las que funcionan heladerías y restaurantes, ella grita silenciosa a sus nuevos vecinos y a los  que pasan por ahí en bus el día de la auxiliadora  que ella, la casona de bareque fue parte esencial de un pueblo en crecimiento esa que callaba las buenas y malas noticias de las familias que habitaron y aún habitan en Sabaneta, porque sus paredes escucharon por mucho tiempo el repicar del primer teléfono del pueblo a donde acudían los Palacio, Díaz, Álvarez y Montoyas para recibir noticias de sus familiares de Medellín; y sus cimientos albergaron la gasolina - porque también fue la primera bomba - que salía de su isla para saciar la sed de los primeros carros que la visitaron y el juguete preferido de los niños, que jugaban a tanquear sus bicicletas, cuando esta había dejado de funcionar por allá a fines de los 80; esos niños que ahora son grandes y pasan en bus o a pie que van de vez en cuando a tomar aguardientico, escuchar música o a ganar algunas monedas en las máquinas en compañía de  los recuerdos como los abuelos que desde temprano están sentados en esa esquina ahora terracota.